the long and winding road (XI; XII; XIII; XIV; XV)
XI. Caneto´s Flashback II
Sería 1998, me imagino, y sería invierno. Al menos, yo lo recuerdo así. Aunque pudo muy bien haber sido otoño, como pudo haber sido primavera, o verano. Pero yo imagino que era invierno, porque así lo recuerdo: el cielo gris de Chacarilla y los parques de Monterrico al anochecer. Y pudo haber sido otoño, porque recién comenzaban las clases y yo apenas conocía a Melisa. Una especie de manto transparente cubrió la simetría de aquellos días entonces. Recuerdo que me encontraba sobresaltado, esa vez en que nos quedamos hasta tarde a fumar cigarrillos y conversar, y esa tarde después de la clase de basketball. Éramos Margarita, Melisa y yo en un salón de clases a oscuras.
Recuerdo que yo llevaba un polo de manga larga, color lúcuma, y anchos maletines con ropa. Melisa dijo:
- Traes demasiado aquí. ¿No crees?
Y después de eso, Margarita exclamó:
- Pero qué asco bañarse en esas duchas... -Haciendo una irreconocible mueca con la cara
Yo recuerdo que a los catorce o quince años todo era muy normal. Yo llevaba un montón de ropa en aquellos maletines esa vez que me las encontré susurrándose al oído una serie de cosas como locas, en uno de los salones en los que entonces nos dictaban laboratorio de Química en Tercero de secundaria.
Recuerdo que les pregunte:
- ¿Pero qué es lo que hacen aquí?
Y ellas me miraron con cara de ‘ya moriste, Caneto’ como si mientras nos adentrábamos en la oscuridad de uno de los salones de secundaria (podría ser de Primero o de Segundo, no lo recuerdo) era como si siguiéramos con un plan prediseñado por años.
Ellas alegaron:
- Nos quedamos para recibir un taller de reforzamiento del curso de Inglés -del cual nunca en mi vida volvería a escuchar- pero la profesora no vino.
Por supuesto que sí, dije.
- ¿Y tú qué haces por aquí, Caneto?
Yo era bueno para esas cosas entonces, sólo que después me volví apático, y así alguna gente cambia y otra no, y otra se vuelve cínica. Solo que yo me volví apático y luego me volví cínico. Porque para ese entonces, para ese tipo de relaciones a esa edad, yo era muy adolescente. Y esas cosas pasan, porque alguna gente cambia...
Melisa y Margarita rieron (yo recuerdo que eran muy unidas entonces, y que todo el día iban de arriba a abajo, de un lugar a otro, hasta que se alejaban caminando, dando tumbos, después de clases) y por lo general, nadie sabía bien a qué se dedicaban o por qué caminaban siempre juntas, y a muy poca gente le interesó averiguarlo. Y yo, que era tan enamoradizo entonces (aunque, en realidad, yo nunca fui enamoradizo ni nada) conversaba con ellas de cualquier cosa, un poco con ánimos de molestar, debido a que por esas casualidades del destino los tres estábamos en el mismo salón de clases y hablábamos el mismo idioma.
Yo solía arrimarme donde ellas, dependiendo de mi estado de ánimo. Y yo tan sólo atinaba a conversar de lo básico, cosas cómo ¿cuál es la respuesta de la pregunta cinco? o ¿qué prefieres, Chile o Bolivia? o ¿quién ganó en la guerra civil española?
Y Margarita todo el tiempo se copiaba, y yo era parte importante del asunto (si es que me convenía, claro) aunque en esta época de la que les hablo era todo muy distinto, porque aún no se celebraban bien las fiestas de quince años y aún muy poca gente solía salir de noche y caer ebria. Aunque, definitivamente, algunos ya lo hacíamos...
En esa ocasión yo me senté junto a ellas sonriendo (y casi con una sonrisa estúpida en la cara) y a decir verdad ya ni recuerdo de qué hablamos, así como no recuerdo bien nada de aquella época, debido al manto transparente que he ido desarrollado con los años gracias a la ayuda que recibo con certeza de gente que también quiere olvidarse de su pasado.
Y yo de esto no me he olvidado porque los recuerdos felices son los mejores y los que más vale la pena recordar. Así que yo de aquella época puedo recordar el sudor de las clases de basketball, las fría ducha del baño, la media luz imperante del lugar: el salón de clases, las pizarras verdes, las tizas rosadas y blancas y de diferentes colores, todas mezcladas, y los susurros inquietos de chicas de apenas quince años...
Y yo a ellas apenas las puedo recordar lejanas así como las conocí entonces.
- Caneto, déjanos hacerte una pregunta.
- ¿De qué se trata?
Ojeaba el ejemplar de un ‘Caretas’ que de pura casualidad había encontrado en el fondo de uno de los maletines que llevaba conmigo. Ese invierno había caído más rápido de lo habitual, más frío y más nebuloso. Y en la carátula del ‘Caretas’ salía el presidente dándole la mano a uno de sus ministros, y ambos llevaban indescifrables muecas en la cara.
Yo me reí.
- ¿De qué se trata?
- Dinos ¿a quién preferirías tú
Me quedé quieto.
Las ventanas del salón de clases eran amarillas y la luz entraba teñida durante el anochecer, hacía mucho frío. Me reí, aunque supongo que debe haber sido puro histrionismo.
- Oh... a mí me gusta Claudia...
Una ola de viento helado inundó la habitación entonces. Miré sobrecogido las piernas desnudas de ambas (de las chicas) bajo la falda escocesa del colegio.
- Tiene un trasero enorme.
Ambas rieron, después de un segundo de silencio. Margarita y Melisa eran parecidas, llevaban el pelo del mismo tamaño y de la misma forma. Caminaban igual y vestían el mismo uniforme que todas. Es decir, pasaban desapercibidas entre la multitud; no eran demasiado bonitas. Claudia había repetido o algo así, y no estaba en nuestro salón, aunque era conocida y algunos la calificábamos como la chica más bonita de la promo.
Margarita hizo un gesto, algo así como un guiño:
- Buuuu... -y creo que se refería más que nada a Melisa, aunque no podría estar muy seguro de ello.
Pero yo no quería nada con Melisa entonces (claro que no), y tampoco quise nada con Melisa tiempo después. Únicamente sé que nos quedamos un rato más en el salón, haciendo tiempo mientras veíamos que los encargados de limpieza terminaban sus últimos avances antes de largarse de allí. Y en ese instante, antes de que llegara alguien (no recuerdo quién) me enteré de que Margarita y Melisa habían estudiado juntas hacía años, y luego me hicieron una broma acerca de un problema cardiaco que padecía Melisa y que, afortunadamente, lograron desmentir a tiempo...
Luego caminamos fumando aquellos cigarrillos hasta que el anochecer nos contempló llegar a Monterrico sin motivo aparente. En el primer parque en el que estuvimos a solas, nos echamos a descansar. Recuerdo que Melisa tenía una vista compleja y que Margarita gustaba mucho del osito Pooh en aquella época (creo que lo reflejaba en sus actos, o en su comportamiento) y también recuerdo que nunca me la imaginé así, ni nada. Ni nunca me la imaginé con la iniciativa (y pensar que de eso sólo hace unos años) recuerdo que mientras mirábamos las estrellas (¿o el cielo negro?, porque en Lima nunca hubo estrellas) cuando Margarita vino a mi lado y me besó, no en la boca, simplemente me beso en la cara, en las mejillas, en la frente, en la nariz, y luego me miró contenta, insatisfecha, antes de que Melisa me mirara de nuevo.
Gustavo Petrovich tenía un libro que decía BELLAS ARTES y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no. Por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de extremo a extremo, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra del siglo XX, yo caminaba con Melisa del brazo mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista. Y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo Petrovich? -Porque nunca antes me había hablado con él.
Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco, o quizá nunca le he propinado palabra. Cosa que es realmente extraña en un mundo como éste. Así que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, por supuesto, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a un árbol (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar un lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía ser una figura geométrica desconcertante.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco (porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante) y en aquel momento lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad. Y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si es que Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse un rato o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar cigarrillos al parque frente a la exposición, que era un parque frente a una casa pintada de amarillo, que tenía un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos y desilusionados de todo, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel, porque si lo hubiera podido encontrar a la hora de la salida habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es muy buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
- Sí.
Una pausa que se hizo eterna.
- Supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando, solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina.
Piso algo que resulta ser un caracol, y es hueco, triste, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos de inquietante silencio-. Creo que mejor me voy...
Entonces me miraron atentos y luego hicieron un largo adiós. Se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales. Y todo alrededor me parece acaso como el día y los árboles, durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona. Y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas y no dejan de murmurar...
XII. Marcel’s Fucking Head II
Era un auto deportivo blanco. Se estacionó en la esquina frente al parque y me hizo una seña, creo que apenas me vio me reconoció.
- Pete.
- ¿Cómo estás?
Le entregué los veinte dólares.
- Muy bien, hermano.
Pete, cara de chulo, me entregó dos bolsitas llenas de cocaína. Era mucha cocaína brillante. Había otro tipo, al que creo no vi o no me fijé bien pero que con seguridad llevaba el pelo rubio hasta los hombros y estaba demasiado drogado.
- Pete, te has equivocado.
- ¿A qué te refieres?
Pete estaba muy apurado.
- Lo que yo te he comprado es marihuana no esta porquería.
Pete, cara de chulo, se ofuscó.
- Mira, huevón, esta no es una porquería de mierda, es la mejor coca de Lima imbésil.
El otro tío, el que cabeceaba, susurró:
- Ahhhhh...
Pete, cara de chulo, me metió en el deportivo blanco y aceleró la marcha. Casi no alcancé a hacerle una seña a mis amigos.
- ¿Y ahora?
- Mierda, ¿quieres marihuana? En serio no quieres las bolsitas... son de primera huevón.
Me sentí muy confundido.
- Yo lo único que quiero es fumar.
Abrí una de las bolsitas y caté la calidad del producto.
- ¿Qué tal?
- No siento mi lengua.
- Buena, ¿no?
El tío que cabeceaba se reía y repetía palabras como un loco.
- ¿Qué le pasa?
- Se ha metido un trip.
- Oh, ya veo.
- Mira, ¡huevón! Mira lo que hago por ti. -Pete, cara de chulo, gritó- Iré a casa de un amigo cerca a la avenida Aviación. Allí conseguiremos tu hierba, ¿okey?
- Sí, muy bien Pete.
- Hijo de puta. No me digas Pete. Dime tío.
- Okey, tío. -Y en seguida, al otro sujeto- Oye, hermano, cómo es que se siente estar en un trip.
- Piugishoy2isyh82yxknkkjapk{a.
- Ya veo.
Pasamos junto a una Pathfinder. Pete fumaba cigarrillo tras otro. En seguida cuadró en una esquina y se metió con un espejo y con una cañita un par de rayas. Bajó del deportivo blanco y me dijo que tuviera cuidado con el loco.
Tocó el timbre de una casa de rejas negras. Un par de señores de edad salieron. Negaron la presencia de alguien. Pete, que en realidad en ese momento tenía una cara de chulo terrible, se puso sus anteojos de sol y esperó detrás del auto. Los señores de edad abandonaron el lugar en un Ford de antaño. En seguida salió alguien de la casa. Estaba en pijama. Pete y él acordaron algo. El tipo se metió en la casa y Pete terminó de fumar su cigarrillo.
- ¿Qué pasó?
- Viene con el paco.
El tipo de la casa salió apurado con una bata encima. Se metió al carro y celebró el estado de su amigo, el chico del ácido. Luego me enseñó el paco.
- ¿Qué te parece?
- Hummm, se ve muy buena pero creo que por veinte dólares es poco.
El tipo de la bata rió.
- Le parece poco.
Todos rieron. Pasamos por un parque que nunca había visto en mi vida. El tipo de la hierba buena pero escasa prendió un enorme cigarro de marihuana. Todos fumamos. El parque donde estábamos había sido hacía poco, según contaron ellos, escenario de una emboscada brutal. Habían allanado y perseguido allí mismo al antiguo proveedor de hierba de la zona. Muchas camionetas Pathfinder y muchos polis sueltos. Muchas llamadas telefónicas por cobrar y muchos cableados por donde se escaparon voces. Terrible, pero era lo que más les convenía a ellos a la larga. Muy pronto no tuve duda de nada.
- ¿Y qué dices?
- Me la llevo.
- Excelente.
El tipo de la bata me dejó su número para el futuro. Se llamaba Gabriel. Bajó del carro con su pijama, sus sandalias y su bata. Se había guardado las bolsitas de cocaína en uno de sus bolsillos, inmediatamente se largó a su casa. A mí Pete, cara de chulo, me insultó antes de bajar de su deportivo blanco por haberle ocasionado tantos problemas. Yo le dije:
- Vamos, Pete, mi intención no fue molestarte.
Pete, cara de chulo, lanzó gritos aún más fuertes desde la ventana de su deportivo color blanco. Me dijo púdrete chibolo huevón, hijo de puta, reconchetumadre, afeminado de mierda.
- Paz y amor -le indiqué con una seña.
- Y feliz Navidad ¡conchetumadre!
Subimos rápido las escaleras caracol hasta llegar a mi segundo piso en Chacarilla. Allí nos encerramos con llave y contemplamos de cerca la marihuana brillante que habíamos conseguido. Era una hierba excelente que nos daría grandes resultados.
Marc gritó:
- ¡Vamos a fumar!
Saqué un papel y me puse a trabajar en aquel troncho. Le exigí a Marc que pusiera el disco que Bob Dylan que estaba encima de la nevera, pero no me hizo caso. Puso radio y empezó a sonar “Flaca” de Andrés Calamaro. De inmediato recordé el video clip de esa canción en MTV.
- Vamos, cambia eso.
Deshacía los moños, los hacía pedazos. La hierba había venido envuelta en un papel aluminio y estaba tan pero tan fresca que se podía oler a kilómetros de distancia.
- Pero es la canción de moda... -arguyó Marc.
- Por eso mismo, cambia ya esa mierda.
Marc esperó a que terminara la canción. En realidad, todo hacía que me acordara de Charlotte. No podía esperar a fumar un poco y olvidarme para siempre de ella (como si la hierba fuera una especie de vino del olvido) saqué el papel de fumar e intenté armarlo. Fue inútil. Rompí el papel y el troncho se arruinó. Recordé una vez más el video de Calamaro de “Flaca” y aguanté las ganas de pararme y empezar a dar de tumbos por toda la habitación. Charlotte me había arruinado la vida: por su culpa me había rehusado a ingresar a la Universidad, y por su culpa estaba armando un wiro durante el verano, y por su culpa escribía una novela ambientada en los años sesentas...
Calamaro filmaba la ciudad de Buenos Aires desde su limosina. Leía un libro, fumaba cigarrillos, bebía mate. Yo acabé de armar el wiro. Marc, que todavía llevaba aquel bividí, su ropa de baño y sandalias, se acercó.
- ¿Y tus viejos?
- Ellos no se darán cuenta. Ni siquiera suben para saber cómo estoy.
- ¿Estás seguro?
- Dalo por hecho.
Prendí el canuto y en seguida prendí el incienso.
Andrés Calamaro llega a una bahía desolada y arroja una caja envuelta en papel de regalo.
- Sigues pensando en Charlotte, ¿verdad?
Succioné una vez más ese varulo. Moví mi cabeza de arriba a abajo. La canción terminó.
- Vamos, Marcel.
Le pasé el troncho. Me puse de pié. Marc dio un par de pitadas y me lo extendió de nuevo. Bob Dylan sonreía de manera distinta. Puse el disco Highway Revisited y localicé la canción “Queen Jane aproximately”.
- Vamos, Marcel, no todo es Bob Dylan en este mundo...
Sonreí a la fuerza, hice una mueca.
- Es cierto. También hay mucha cachimba y tecnocumbia.
Me dejé caer en el sillón rojo ubicado en medio de mi sala. Marc se rió. Me preguntó:
- ¿Te sientes bien?
Moví mi cabeza diciendo: no, no, no...
- Vamos Marcel, ya olvídala.
Seguí moviendo mi cabeza: no, no, no...
XIII. Melisa lo intentará explicar todo
Salgo con Michael. Nos divertimos mucho conversando, compartiendo ideas y todo eso. Viste una chompa roja con la que se le ve lindo y muy bien peinado. Me pregunto si me estoy perdiendo de algo que sucede a mi edad. No lo creo. Otra vez en mi casa Michael se sienta en la mesa a conversar con mis padres un rato y luego ellos se marchan.
Michael y yo nos besamos. Llevo una falda discretamente larga, algo negra. Michael besa de una manera extraña. No sé si soy yo la que está distraída o si Michael de verdad besa muy mal. Me pregunto a cuánta gente he besado y no puedo jactarme de haber besado a muchos chicos. Sin cuestionarme más por nada me quedo callada. Michael es incapaz de tocarme un poco el trasero.
Intentaré explicarlo todo. Soy buena para eso. Michael es el prototipo del chico que he esperado siempre. Es dos años mayor que yo. Va a ser abogado. No es aburrido al momento de hablar. Es interesante y romántico. El mejor amigo de Michael es un chico igual de rubio que Michael, de contextura gruesa, siempre viste pantalones finos y camisas holgadas. Él y su amiga, una chica de pelo negro y anteojos de montura gruesa, son iguales a Michael, algo serios, un poco mayores que Michael, infinitamente mayores que yo. Salen a jugar frontón. Van a lugares donde la cerveza cuesta más de ocho soles la botella pequeña, y se dedican a conversar. La chica, que creo que se llama Paola o algo por el estilo, es lesbiana. Dice que va a lugares como La Santa Sede a bailar con chicas. Juanfra, el amigo de Michael, no es gay. Estudió en la Agraria un par de años hasta que se cansó de eso y terminó animándose a estudiar derecho. A diferencia de Michael, ambos están algo interesados en la literatura y todo ese rollo, y frecuentan un taller con un profesor de apellido judío, no recuerdo en dónde.
Voy con mamá al médico. Estoy algo fastidiada con todo así que no hablamos mucho dentro del carro. Ella me dice que no tengo que preocuparme por nada y estaciona el carro a cuadra y media de la clínica. No me gusta el ambiente, ni me gusta el lugar donde mamá tiene que hacer cola y pagar. No me gusta la sala de espera.
Cuando es mi turno y me llaman, mamá entra conmigo a la habitación.
El médico tiene barba y una mirada que no dice nada. Usa anteojos gruesos y está muy despeinado. Su cabello se ve blanco y suave como la seda. Mamá dice:
- El motivo por el que venimos es que Melisa ya está en edad de controlar su periodo...
- ...entiendo.
No veo por qué tenemos que discutir esto aquí. Me siento incómoda. Ya tengo dieciséis años...
- Melisa Gambini -balbucea el doctor- Melisa Gambini -repite...- es primera vez que vienes a un ginecólogo, ¿verdad?
Demuestro cierto fastidio ante esa palabra.
- Muy bien, sígueme.
Cuando estoy de pié me pongo en guardia. Sabía lo que iba a pasar. Procuré traer algo cómodo. Caminamos hasta que nos ocultamos detrás de una especie de cortina que divide la habitación en dos. Había una especie de cama extraña que no comprendí. Me sentía nerviosa.
- Quítate la ropa, por favor.
Lo miré asustado.
- Me avisas en cuanto estés lista...
No entendía.
Me dejó sola. Escuché que hablaba intensamente con mamá. Escuché que decía:
- Sé que es normal que se atrase de vez en cuándo, pero es necesario controlarlo todo, siempre...
Empecé a desvestirme. Me deshice de mi polo, mi sostén negro. Me quité el pantalón buzo que tenía puesto y mi calzón, aburrido, muy blanco. De pronto sentí frío.
En un par de minutos el médico atravesó la cortina de tela azul y pretendió no mirarme en lo absoluto. Mamá aguardaba callada. Me revisó los seños. Los palpó un poco. Yo juntaba mucho las piernas. Me parecía muy innecesario. Me sentía muy mal. Mi entrepierna estaba llena de pelos (en un acto quizá de extrema coquetería me había depilado un poco la parte superior, produciéndome más que nada escozor e incomodidad). El médico dijo algo así como que todo estaba en orden. No me pidió que me sentara en la silla, ni nada. No me revisó la vagina. Me pidió que me vistiera.
Cuando salgo de allí el médico le dice a mamá:
- Tiene que tomar las siguientes pastillas. Van a hacer que le dé su periodo en un máximo de dos días.
Aguarda un minuto, parece despistado cuando mamá le hace un montón de preguntas. En seguida se acomoda en su silla y dice:
- ¿Cuánto es que me dijo que tenía de retraso...?
Mamá parece desanimada.
- Seis meses.
El médico parece sorprendido. Entonces continúa.
- El caso es que si con las pastillas no le viene la menstruación a Melisa yo les recomendaría un inyectable... -El médico hace un ademán de ponerse de pié- Después, recomendaría las siguientes pastillas para que no se repita...
Le extiende un papel a mamá.
- Pero estas son pastillas anticonceptivas.
El médico sacude la cabeza de arriba a abajo. Mamá dice que de ninguna manera va a permitir que yo tome pastillas anticonceptivas. El médico (que parece fuertemente desanimado) dice:
- Ningún problema...
Toma asiento y repite la faena, le extiende otro papel a mamá.
- No son anticonceptivas.
Antes de salir de allí me doy conque no he dicho ni una palabra, he estado desnuda y se ha hablado de mi vagina abiertamente.
Le pregunto a mamá que por qué no dejó en paz al médico y aceptó comprar las pastillas anticonceptivas.
- No estás en edad de tomar pastillas anticonceptivas.
Protesto. Le digo que pareció una loca diciendo todas esas cosas en el consultorio. Mamá no parece sorprendida con esto, de su mano cuelga una bolsita con las pastillas que me recetó el médico. Estoy muy irritada, y no soporto la idea de que el viejo se masturbe esta noche pensando en mí. Mamá explica, mientras caminamos al carro, que las pastillas anticonceptivas son hormonas (y por alguna razón esa palabra no me gusta) y que son una verdadera molestia: te cambian el humor, te ponen tensa, produce hipersensibilidad a la altura de los senos, pero te mejora el pelo.
Llegamos al carro. Mamá parece ignorar por completo mi mal humor.
Pienso en llamar a Michael. Pero no le pienso contar nada de esto y tampoco le pienso contar nada a papá. Me parece extraño. De alguna manera, papá y Michael se parecen. Y esta idea produce en mí una sensación de inconformidad hacia todo. Mamá prende la radio. Escucha noticias que a mí no me interesan. De repente noto en su cara una especie de sonrisa sincera que me parece desagradable. Y entonces se me viene a la cabeza una imagen agobiante: mamá y el médico son amantes, se besan a escondidas y se tocan. Tengo ganas de vomitar.
Mamá no me toma en serio. Piensa que soy una niña idiota. Pregunta qué tal me fue con Michael anoche, y yo le digo que estuvo horrible y que odio a Michael. Mamá no luce sorprendida. Se dedica a manejar y a mantener aquella estúpida sonrisa en la cara, mientras escucha las noticias por la radio y parece muy divertida con eso.
Cuando llegamos a casa me doy cuenta que es sábado y ha salido sol. Me ha venido la regla y no tengo toallas higiénicas en casa.
XIV. Droguerto B. Good
Iba buscando un lugar donde hospedarme. En su casa me ofrecieron un cuarto y a la noche siguiente ya estaba cenando con ellos. Era una familia en verdad agradable, simple y de buenas maneras. Nada fuera de lo normal.
Lucía en un principio no me llamó la atención en lo absoluto. Yo estaba harto de la Universidad, y cada vez que iba era pura mierda. Finalmente, cuando mi madre se largó a vivir a Santiago de Chile, una ola de adrenalina surcó mi cerebro un instante. Iba a ser la oportunidad que yo buscaba hacía años. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Por otro lado, era el año 1998 y había leído un par de libros como el de Ray Lóriga y “Cien años de soledad”, y todo ese rollo. Pero nunca me interesó la literatura hasta después de conocer a Lucía.
Había llegado a su casa en Los Álamos con un par de maletas pequeñas. Era la primera mudanza que hacía en mi vida y era la primera vez que iba a estar tan solo en el mundo. Finalmente los papás de Lucía me dieron a cambio de cien dólares mensuales comida, techo y abrigo.
Pero lo que nadie sabía era que yo era un hijo de puta que no respetaba nada, y después de en unos meses de encerrarme en mi habitación (nadie me tocaba la puerta a molestar) nadie excepto Lucía se dio cuenta de que yo fumaba marihuana abiertamente, escuchaba música pesaba, bebía mucho y me masturbaba frente a la ventana abierta.
Tristemente un día ella me habló.
- Oye tú.
- Me hablas a mí.
- Sí, ven.
Era extraño, Lucía estaba en pijama desparramada en el sillón de su sala viendo televisión. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente yo debería estar en la Universidad. Pero no había nadie en casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla con desgano. Últimamente me bañaba seguido pero ese día, precisamente ese día, no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi habitación.
De repente me entró pánico.
- Me parecen bien.
Lucía me miró atenta. Se veía muy bien con su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa no la desmerecía en lo absoluto. De repente me puse nervioso.
Lucía cogió el control remoto y lo agitó en frente mío.
- Yuju, Roberto...
- ¿Qué?
- Te pregunté si querías cambiar de canal -modificó el tono de su voz, era una pregunta retórica.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
Mentira: me parecían dibujitos antipáticos y poco inteligentes. Era un programa muy aburrido y a Lucía parecía gustarle de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa. Escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que, tenía...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía terció una mueca, sonrió.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa asustado. En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa. En qué momento.
- No sé, Lucía. Nunca me lo había preguntado.
Ella sonrió mirando la pantalla y mordiendo el control remoto con las dos manos.
- A mí me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas...
La bulla de la televisión hacía la escena algo extraña. Lucía me empezó a incomodar.
- ¿Y qué más has escuchado?
Por lo pronto, sabía que Lucía cursaba uno de los últimos años de secundaria. Ya no era una niña.
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
Aguardé un segundo.
- Creo que tienen razón.
Lucía estornudó.
- Salud...
- Gracias -y en seguida- ese olor a marihuana de tu cuarto, sabes, me produce mucha alergia...
En seguida Lucía sonrió.
El programa de los Tiny Toons acabó. Lucía apagó el televisor y caminó hasta la cocina.
- ¿Qué pasó? Te pusiste pálido.
Fui tras ella y me puse en guardia.
Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía hacía del ambiente de la cocina un lugar agradable. Caía todo el sol primaveral encima nuestro. Podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo. Los Álamos es un lugar un tanto apartado.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso de la alergia.
Lucía sonrió. Sin duda alguna me dio la espalda y dejó que la mirara mientras hacía cosas y no decía una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre nosotros dos. El short azul que traía puesto le sentaba muy bien.
- Oye, ¿crees que no sé diferenciar ese olorcito?
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso.
- Claro.
Y en seguida lanzó una carcajada.
- Oye, ¿quieres probar un poco de esto? -ofreciéndome su sándwich, después de un rato.
- No. Gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie. Pierde cuidado.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?
Una tarde lluviosa de 1999, se fue la luz en gran parte de la ciudad. No había nadie en casa y recuerdo que cuando llegaron ellos yo saqué a pasear el perro. La primera vez que me ofrecí a hacerlo, a la mamá de Lucía se le iluminaron los ojos. Lucía, en cambio, me miró con cierto aire desolador, como si le diera lo mismo o no, o algo por el estilo.
Por lo pronto, yo era un buen tipo que cambiaba una buena película del mismo corte de Día de la independencia con tal de escuchar un par de casetes clásicos de Leuzemia. Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras, y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué clase de rico será? o ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia soledad?. Una fuerte brisa invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por ahí. Prendí un canuto. Decidí no volver a estudiar nunca más, y el ciclo que cursaba colgó por primera vez de un delgado hilo. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosita blanca y pardusca. Corría por todos lados como un loco. Todo estaba a oscuras y había una cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa las cosas seguían igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La señora me habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, la Molina, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos estaban a oscuras.
Me topé con Lucía en la cocina.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
Silencio.
- Rebusqué en tu habitación.
- ¿Por qué hiciste eso?
- No sé, estaba aburrida. ¿Ya leíste El guardián entre el centeno?
- ¿Me vas a dejar pasar?
Lucía se interpuso en mi camino.
- No.
XV. Viernes a la noche
Viernes a la noche.
- ¿Sabías que los caracoles pueden dormir hasta cinco años seguidos?
- Qué conveniente...
Parecía que todos lo sabían: de la casa de Marcel, del segundo piso, salía un humor extraño y una música endemoniada.
- ¿Qué te parece?
- Un habano.
Fumamos sin parar. Contemplamos un cielo decadente, cubierto de ramas de árboles teñidas por la luz amarilla de los postes de luz por la noche. Continuamos fumando.
Diciembre del 2000.
- Falta una semana para que termine clases, huevón. Nunca más volveré a esa mierda.
- Gustavo... deberías estar emocionado.
Contemplé a Marcel en la oscuridad. Eché un vistazo por la ventana abierta. El guachimán de la esquina nos miraba desde su caseta, inmóvil. Serían casi las doce de la medianoche. Bebí un trago más de cerveza en lata que habíamos comprado en el supermercado. Seguía sonando El salmón por el viejo aparato de la sala.
- No estoy emocionado, huevón, me revienta mucho tener que soportar a todos los hijos de puta...
Marcel lanza una carcajada. Ambos estamos atontados por toda la yerba y el alcohol. De repente miré fijamente a Marcel e imaginé que lo abrazaba.
- Eh -balbuceó- ¿dónde está Marc?
Vi que se metía a su propia habitación. A escondidas me encogí hasta abrir una papelina llena de una droga llamada ketamina que había conseguido hacía poco con un sujeto llamado Juan Carlos, “el yonqui”, a quien Walter había conocido en un micro mientras leía “El almuerzo desnudo” sin interesarse por nada más en el mundo.
- Oye, qué haces.
Vi que Marcel se acercaba rápido. Inhalé un poco de aquella droga blanca en el borde de la ventana. El guachimán de la esquina nos seguía mirando, atento. Algunas de las ramas que colgaban por encima de la ventana del segundo piso de la casa de Marcel se estremecieron con el viento. Intenté besar a Marcel pero se hizo un lado diciendo algo así como “qué demonios” y en seguida se enderezó.
Miré una vez más al guachimán de la esquina, ahora estaba de pié junto a su caseta. Seguía mirando la escena. Inhalé una vez más esa cosa. Marcel hizo lo mismo. Ahora los dos estábamos más adormecidos que antes. La sensación que te deja la ketamina es nula. Marcel dice en susurros que en una canción de Andrés Calamaro: “Comida China”, de su disco Alta suciedad (1997), menciona esta droga. Y por alguna razón yo ya no le creo nada, y no hago otra cosa que no sea escuchar un tema pesado del disco número cinco de El salmón que sólo habla de “sexo, droga y rock´n roll”. Me parece que suena bien y empiezo a seguir el ritmo de la canción con la cabeza.
- ¿Qué es de Marc? -le pregunto.
Marcel se encoge de hombros. Toma la papelina y se mete un poco más de esa cosa por la nariz.
- Duerme, no sé qué le pasa a ese huevón...
Error: todos sabíamos lo que pasaban a Marc. Había amenazado a una cajera y luego le había dicho “puta” a una chica bonita que caminaba por el parque César Vallejo con una minifalda. Todos nos reímos. Incluso yo también le dije “puta” a esa chica. Pero todos sabíamos que el comportamiento de Marc era particularmente corrosivo.
Bebimos más cerveza. Me senté cerca de Marcel y lo intenté abrazar. Marcel se hizo a un lado. Prendí lo que quedaba de aquel wiro enorme. Nada tenía sentido. Noté un fuerte vacío en mi estómago. Noté ganas de llorar. Me adormecí. Bebí más.
Sábado a la madrugada.
Salimos y tambaleamos, caminamos de a pocos hacia ninguna parte. En mi casa mis padres me esperan pero no me importa nada. Son como la una de la madrugada del sábado (viernes a la noche) y es muy temprano para mis amigos y para mí. Estacionamos nuestras aletargadas cabezas debajo de las copas de los árboles que empalidecieron a la lucha. Un avión a lo alto despeja nuestros cerebros por un microsegundo. Otra vez pasamos desapercibidos y sostenemos las últimas latas de cerveza amarga que nos quedan. Cuando salimos de la casa de Marcel el guachimán nos miró atentamente.
Marc le propina unas cuantas palmadas a Marcel en su espalda y sugiere un inmediato cambio a nuestro estilo de vida. Lanzo un bramido de desaprobación.
Marcel se lo toma con más calma y le dice a Marc:
- De qué tipo de cambio hablas...
Marc, ahora tranquilo y relajado por la marihuana, dice:
- Ya sabes... dejar la Universidad, conseguir un trabajo, comprar un auto y tener muchas chicas...
Marcel parece reírse y yo prendo el pedazo que wiro que tenía escondido. Marcel parece muy interesado en fumar algo de lo que tengo entre mis dedos...
- Gustavo, deberías estar feliz... todavía estas en el colegio, todavía te falta mucho por vivir...
Marc miraba el cielo, apenas se percató de que yo fumaba gritó algo como.
- ¡Ya deja de fumar esa mierda!
- Tu problema, Marc -le dije, después de fumar- es que estás loco. Eres un demente. ¿Cuánto te darás cuenta de que no eres feliz, y que no serás feliz ni con un trabajo ni con un auto ni con muchas chicas...
Marcel callaba. Fumó hasta lo último que quedó de esa cosa. Un poste de luz proyectaba un fuerte espectro amarillo a toda la escena. En el centro del parque había un monumento de concreto y una especie de busto.
Nos mantuvimos callados ante la ambigüedad de nuestra situación.
Alguien preguntó por Walter. Rebuzné que no sabía nada de él. Dije que era probable que estuviera con Lucciana y tanto Marc como Marcel lanzaron maldiciones a la nada. Yo estaba demasiado dopado.
Busqué en mi bolsillo algo. Me encontraba sentado en la vereda del parque, que era como una especie de camino que no nos llevaba a ningún lado (que no fuera nuestra propia y malcriada existencia) y creo que estaba a los pies de Marcel y hacía algo con sus zapatos. Marc continuaba bebiendo cerveza. Por momentos lanzaba indescifrables miradas a la fachada de su casa.
Saqué un tajador de mi bolsillo, metí lo que quedaba que aquel pedacito de wiro y me puse otra vez a fumar.
- ¿Qué carajo haces? -preguntó alguien.
- Fumo marihuana de mi propio tajador -argumenté.
Me eché pálido sobre la vereda del parque. Me imaginé como un patético bulto en la oscuridad, cubierto por la luz amarilla de la noche. Mi cabeza fue a dar al pasto. De pronto Dedo y El Men y otro sujeto más estaban con nosotros, conversando. Yo imaginaba a todos mirándome tendido en medio del parque y fumando conmigo de mi propio tajador (el mismo que llevaba al colegio y me metía a la boca en clase) como una especie de comunión o ceremonia underground.
- ¿Qué es esto? -preguntó alguien animado.
- Es el tajador de Gustavo, fuma...
Finalmente Marc dijo que era demasiado para él. No le gustaba ni esa cosa verde que fumábamos ni nada. Dejó lo que le quedaba de cerveza y caminó hasta su casa, angustiado.
- ¿Qué? ¿Es un nuevo tipo de pipa?
- Es un tajador, huevón.
- No seas pastel...
Sería 1998, me imagino, y sería invierno. Al menos, yo lo recuerdo así. Aunque pudo muy bien haber sido otoño, como pudo haber sido primavera, o verano. Pero yo imagino que era invierno, porque así lo recuerdo: el cielo gris de Chacarilla y los parques de Monterrico al anochecer. Y pudo haber sido otoño, porque recién comenzaban las clases y yo apenas conocía a Melisa. Una especie de manto transparente cubrió la simetría de aquellos días entonces. Recuerdo que me encontraba sobresaltado, esa vez en que nos quedamos hasta tarde a fumar cigarrillos y conversar, y esa tarde después de la clase de basketball. Éramos Margarita, Melisa y yo en un salón de clases a oscuras.
Recuerdo que yo llevaba un polo de manga larga, color lúcuma, y anchos maletines con ropa. Melisa dijo:
- Traes demasiado aquí. ¿No crees?
Y después de eso, Margarita exclamó:
- Pero qué asco bañarse en esas duchas... -Haciendo una irreconocible mueca con la cara
Yo recuerdo que a los catorce o quince años todo era muy normal. Yo llevaba un montón de ropa en aquellos maletines esa vez que me las encontré susurrándose al oído una serie de cosas como locas, en uno de los salones en los que entonces nos dictaban laboratorio de Química en Tercero de secundaria.
Recuerdo que les pregunte:
- ¿Pero qué es lo que hacen aquí?
Y ellas me miraron con cara de ‘ya moriste, Caneto’ como si mientras nos adentrábamos en la oscuridad de uno de los salones de secundaria (podría ser de Primero o de Segundo, no lo recuerdo) era como si siguiéramos con un plan prediseñado por años.
Ellas alegaron:
- Nos quedamos para recibir un taller de reforzamiento del curso de Inglés -del cual nunca en mi vida volvería a escuchar- pero la profesora no vino.
Por supuesto que sí, dije.
- ¿Y tú qué haces por aquí, Caneto?
Yo era bueno para esas cosas entonces, sólo que después me volví apático, y así alguna gente cambia y otra no, y otra se vuelve cínica. Solo que yo me volví apático y luego me volví cínico. Porque para ese entonces, para ese tipo de relaciones a esa edad, yo era muy adolescente. Y esas cosas pasan, porque alguna gente cambia...
Melisa y Margarita rieron (yo recuerdo que eran muy unidas entonces, y que todo el día iban de arriba a abajo, de un lugar a otro, hasta que se alejaban caminando, dando tumbos, después de clases) y por lo general, nadie sabía bien a qué se dedicaban o por qué caminaban siempre juntas, y a muy poca gente le interesó averiguarlo. Y yo, que era tan enamoradizo entonces (aunque, en realidad, yo nunca fui enamoradizo ni nada) conversaba con ellas de cualquier cosa, un poco con ánimos de molestar, debido a que por esas casualidades del destino los tres estábamos en el mismo salón de clases y hablábamos el mismo idioma.
Yo solía arrimarme donde ellas, dependiendo de mi estado de ánimo. Y yo tan sólo atinaba a conversar de lo básico, cosas cómo ¿cuál es la respuesta de la pregunta cinco? o ¿qué prefieres, Chile o Bolivia? o ¿quién ganó en la guerra civil española?
Y Margarita todo el tiempo se copiaba, y yo era parte importante del asunto (si es que me convenía, claro) aunque en esta época de la que les hablo era todo muy distinto, porque aún no se celebraban bien las fiestas de quince años y aún muy poca gente solía salir de noche y caer ebria. Aunque, definitivamente, algunos ya lo hacíamos...
En esa ocasión yo me senté junto a ellas sonriendo (y casi con una sonrisa estúpida en la cara) y a decir verdad ya ni recuerdo de qué hablamos, así como no recuerdo bien nada de aquella época, debido al manto transparente que he ido desarrollado con los años gracias a la ayuda que recibo con certeza de gente que también quiere olvidarse de su pasado.
Y yo de esto no me he olvidado porque los recuerdos felices son los mejores y los que más vale la pena recordar. Así que yo de aquella época puedo recordar el sudor de las clases de basketball, las fría ducha del baño, la media luz imperante del lugar: el salón de clases, las pizarras verdes, las tizas rosadas y blancas y de diferentes colores, todas mezcladas, y los susurros inquietos de chicas de apenas quince años...
Y yo a ellas apenas las puedo recordar lejanas así como las conocí entonces.
- Caneto, déjanos hacerte una pregunta.
- ¿De qué se trata?
Ojeaba el ejemplar de un ‘Caretas’ que de pura casualidad había encontrado en el fondo de uno de los maletines que llevaba conmigo. Ese invierno había caído más rápido de lo habitual, más frío y más nebuloso. Y en la carátula del ‘Caretas’ salía el presidente dándole la mano a uno de sus ministros, y ambos llevaban indescifrables muecas en la cara.
Yo me reí.
- ¿De qué se trata?
- Dinos ¿a quién preferirías tú
Me quedé quieto.
Las ventanas del salón de clases eran amarillas y la luz entraba teñida durante el anochecer, hacía mucho frío. Me reí, aunque supongo que debe haber sido puro histrionismo.
- Oh... a mí me gusta Claudia...
Una ola de viento helado inundó la habitación entonces. Miré sobrecogido las piernas desnudas de ambas (de las chicas) bajo la falda escocesa del colegio.
- Tiene un trasero enorme.
Ambas rieron, después de un segundo de silencio. Margarita y Melisa eran parecidas, llevaban el pelo del mismo tamaño y de la misma forma. Caminaban igual y vestían el mismo uniforme que todas. Es decir, pasaban desapercibidas entre la multitud; no eran demasiado bonitas. Claudia había repetido o algo así, y no estaba en nuestro salón, aunque era conocida y algunos la calificábamos como la chica más bonita de la promo.
Margarita hizo un gesto, algo así como un guiño:
- Buuuu... -y creo que se refería más que nada a Melisa, aunque no podría estar muy seguro de ello.
Pero yo no quería nada con Melisa entonces (claro que no), y tampoco quise nada con Melisa tiempo después. Únicamente sé que nos quedamos un rato más en el salón, haciendo tiempo mientras veíamos que los encargados de limpieza terminaban sus últimos avances antes de largarse de allí. Y en ese instante, antes de que llegara alguien (no recuerdo quién) me enteré de que Margarita y Melisa habían estudiado juntas hacía años, y luego me hicieron una broma acerca de un problema cardiaco que padecía Melisa y que, afortunadamente, lograron desmentir a tiempo...
Luego caminamos fumando aquellos cigarrillos hasta que el anochecer nos contempló llegar a Monterrico sin motivo aparente. En el primer parque en el que estuvimos a solas, nos echamos a descansar. Recuerdo que Melisa tenía una vista compleja y que Margarita gustaba mucho del osito Pooh en aquella época (creo que lo reflejaba en sus actos, o en su comportamiento) y también recuerdo que nunca me la imaginé así, ni nada. Ni nunca me la imaginé con la iniciativa (y pensar que de eso sólo hace unos años) recuerdo que mientras mirábamos las estrellas (¿o el cielo negro?, porque en Lima nunca hubo estrellas) cuando Margarita vino a mi lado y me besó, no en la boca, simplemente me beso en la cara, en las mejillas, en la frente, en la nariz, y luego me miró contenta, insatisfecha, antes de que Melisa me mirara de nuevo.
Gustavo Petrovich tenía un libro que decía BELLAS ARTES y todo el tiempo decía que iba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, esto no se dio (y además todos sabíamos que no lo iba a lograr) porque en Bellas Artes no hay literatura, y lo que Gustavo quería era estudiar literatura.
Yo nada con las artes, claro que no. Por eso aquel día mientras Gustavo se paseaba y cruzaba la avenida Primavera uniformado de extremo a extremo, leyendo y contemplando gráficos y fotos de alguna que otra obra del siglo XX, yo caminaba con Melisa del brazo mientras pensaba:
- ¿Qué tanto le habla a Gustavo? -refiriéndome a Margarita, quien lo tomaba de su casaca marrón mientras ambos cruzaban la pista. Y yo pensaba cosas como:
- ¿Quién carajo es Gustavo Petrovich? -Porque nunca antes me había hablado con él.
Y ahora que pienso en eso, efectivamente, le hablo poco, o quizá nunca le he propinado palabra. Cosa que es realmente extraña en un mundo como éste. Así que cruzamos la avenida Primavera, Margarita, Gustavo y yo, y Melisa, por supuesto, y caminamos hasta un parque que era completamente desconocido para mí, cerca a la casa de Gustavo, mientras Margarita caminaba absorta del todo, interesada sólo en lo que él decía (y yo, con lo desesperado que me encontraba) mientras un par de chicos de la Touluse Loutrec, o pudieron haber sido veinte, fumaban mucha marihuana cerca a un árbol (y nosotros, que éramos tan niños) formando un círculo bajo el cielo gris de Lima. Tomé asiento, aprovechando para ocupar un lugar junto a Margarita, mientras Gustavo permanecía atento a lo que parecía ser una figura geométrica desconcertante.
Margarita dijo:
- Me gustaría vivir en el siglo XIX...
Y esa fue una pregunta frente a la que yo tuve que decir:
- ¿Qué?
- Ya sabes, por la sensualidad... y todo ese rollo...
Y la verdad es que yo de arte sé poco (porque cuando veo una pintura parece que me pierdo en lo más insignificante) y en aquel momento lo único que yo veía eran puras pendejadas. Luego supe que la imagen a la que ellos se referían era otra, que resultó ser del siglo XVIII. Se llamaba “Experimento con la máquina neumática”, eso sí lo recuerdo. Me pregunté entonces, dónde carajo estaba la sensualidad. Y creo que todos permanecimos callados.
Cambiaron de imagen. Ahora hablaban de otra cosa. Me pregunté si es que Gustavo traía aquel libro lleno de láminas para divertirse un rato o si lo traía únicamente para poder presumir de ello. Hartado hasta los dientes de esa mierda, preferí irme a fumar cigarrillos al parque frente a la exposición, que era un parque frente a una casa pintada de amarillo, que tenía un garaje (la cosa es que en ese garaje había un tipo, medio loco, medio anaranjado, que vendía todo tipo de drogas y alcohol) cuando de pronto me fijé un poco más en su cara y vi a Gustavo y luego vi a Margarita y a Melisa, estaban profundamente aburridos y desilusionados de todo, y me pregunté entonces dónde se había metido el gordo Manuel, porque si lo hubiera podido encontrar a la hora de la salida habríamos ido al parque frente a la exposición, que en realidad era un taller (¿taller de fotos?, ¿taller de autos?, ¿taller de artes plásticas?) y tal vez si lo intentaba averiguar, podría...
- Esa es buena -dijo Gustavo.
- Sí es muy buena -dijo Margarita después de una pausa- Es ¿surreal?...
- Sí.
Una pausa que se hizo eterna.
- Supongo que sí.
Un avión pasó cerca. Los fumones de al lado se asustaron y huyeron despavoridos. Gustavo, Margarita y Melisa siguieron hablando, solo que yo ya no los podía escuchar. Prendí un cigarrillo y me encogí de hombros.
- “Máquina gorjeante”. -Leyó Gustavo- De Paul Klee, 1922...
Margarita asintió.
- Sí, parece surreal...
Una mueca. Una expresión agria. Una sonrisa de Melisa que rechazo categóricamente. Un recuerdo reciente y una pregunta ambigua sin ganas de ser concretada...
- ¿Qué te sucede Caneto? -preguntó alguien.
Aún recuerdo la cara de Gustavo con sus lentes de montura fina.
Piso algo que resulta ser un caracol, y es hueco, triste, acaramelado...
- Nada, no me pasó nada -y después de unos minutos de inquietante silencio-. Creo que mejor me voy...
Entonces me miraron atentos y luego hicieron un largo adiós. Se perdieron otra vez en sus oraciones aparentemente intelectuales. Y todo alrededor me parece acaso como el día y los árboles, durante el invierno. Todo como una gran mueca burlona. Y luego Margarita y Melisa regresan al colegio, se esconden en un salón de clases a oscuras, hacen sus tareas y no dejan de murmurar...
XII. Marcel’s Fucking Head II
Era un auto deportivo blanco. Se estacionó en la esquina frente al parque y me hizo una seña, creo que apenas me vio me reconoció.
- Pete.
- ¿Cómo estás?
Le entregué los veinte dólares.
- Muy bien, hermano.
Pete, cara de chulo, me entregó dos bolsitas llenas de cocaína. Era mucha cocaína brillante. Había otro tipo, al que creo no vi o no me fijé bien pero que con seguridad llevaba el pelo rubio hasta los hombros y estaba demasiado drogado.
- Pete, te has equivocado.
- ¿A qué te refieres?
Pete estaba muy apurado.
- Lo que yo te he comprado es marihuana no esta porquería.
Pete, cara de chulo, se ofuscó.
- Mira, huevón, esta no es una porquería de mierda, es la mejor coca de Lima imbésil.
El otro tío, el que cabeceaba, susurró:
- Ahhhhh...
Pete, cara de chulo, me metió en el deportivo blanco y aceleró la marcha. Casi no alcancé a hacerle una seña a mis amigos.
- ¿Y ahora?
- Mierda, ¿quieres marihuana? En serio no quieres las bolsitas... son de primera huevón.
Me sentí muy confundido.
- Yo lo único que quiero es fumar.
Abrí una de las bolsitas y caté la calidad del producto.
- ¿Qué tal?
- No siento mi lengua.
- Buena, ¿no?
El tío que cabeceaba se reía y repetía palabras como un loco.
- ¿Qué le pasa?
- Se ha metido un trip.
- Oh, ya veo.
- Mira, ¡huevón! Mira lo que hago por ti. -Pete, cara de chulo, gritó- Iré a casa de un amigo cerca a la avenida Aviación. Allí conseguiremos tu hierba, ¿okey?
- Sí, muy bien Pete.
- Hijo de puta. No me digas Pete. Dime tío.
- Okey, tío. -Y en seguida, al otro sujeto- Oye, hermano, cómo es que se siente estar en un trip.
- Piugishoy2isyh82yxknkkjapk{a.
- Ya veo.
Pasamos junto a una Pathfinder. Pete fumaba cigarrillo tras otro. En seguida cuadró en una esquina y se metió con un espejo y con una cañita un par de rayas. Bajó del deportivo blanco y me dijo que tuviera cuidado con el loco.
Tocó el timbre de una casa de rejas negras. Un par de señores de edad salieron. Negaron la presencia de alguien. Pete, que en realidad en ese momento tenía una cara de chulo terrible, se puso sus anteojos de sol y esperó detrás del auto. Los señores de edad abandonaron el lugar en un Ford de antaño. En seguida salió alguien de la casa. Estaba en pijama. Pete y él acordaron algo. El tipo se metió en la casa y Pete terminó de fumar su cigarrillo.
- ¿Qué pasó?
- Viene con el paco.
El tipo de la casa salió apurado con una bata encima. Se metió al carro y celebró el estado de su amigo, el chico del ácido. Luego me enseñó el paco.
- ¿Qué te parece?
- Hummm, se ve muy buena pero creo que por veinte dólares es poco.
El tipo de la bata rió.
- Le parece poco.
Todos rieron. Pasamos por un parque que nunca había visto en mi vida. El tipo de la hierba buena pero escasa prendió un enorme cigarro de marihuana. Todos fumamos. El parque donde estábamos había sido hacía poco, según contaron ellos, escenario de una emboscada brutal. Habían allanado y perseguido allí mismo al antiguo proveedor de hierba de la zona. Muchas camionetas Pathfinder y muchos polis sueltos. Muchas llamadas telefónicas por cobrar y muchos cableados por donde se escaparon voces. Terrible, pero era lo que más les convenía a ellos a la larga. Muy pronto no tuve duda de nada.
- ¿Y qué dices?
- Me la llevo.
- Excelente.
El tipo de la bata me dejó su número para el futuro. Se llamaba Gabriel. Bajó del carro con su pijama, sus sandalias y su bata. Se había guardado las bolsitas de cocaína en uno de sus bolsillos, inmediatamente se largó a su casa. A mí Pete, cara de chulo, me insultó antes de bajar de su deportivo blanco por haberle ocasionado tantos problemas. Yo le dije:
- Vamos, Pete, mi intención no fue molestarte.
Pete, cara de chulo, lanzó gritos aún más fuertes desde la ventana de su deportivo color blanco. Me dijo púdrete chibolo huevón, hijo de puta, reconchetumadre, afeminado de mierda.
- Paz y amor -le indiqué con una seña.
- Y feliz Navidad ¡conchetumadre!
Subimos rápido las escaleras caracol hasta llegar a mi segundo piso en Chacarilla. Allí nos encerramos con llave y contemplamos de cerca la marihuana brillante que habíamos conseguido. Era una hierba excelente que nos daría grandes resultados.
Marc gritó:
- ¡Vamos a fumar!
Saqué un papel y me puse a trabajar en aquel troncho. Le exigí a Marc que pusiera el disco que Bob Dylan que estaba encima de la nevera, pero no me hizo caso. Puso radio y empezó a sonar “Flaca” de Andrés Calamaro. De inmediato recordé el video clip de esa canción en MTV.
- Vamos, cambia eso.
Deshacía los moños, los hacía pedazos. La hierba había venido envuelta en un papel aluminio y estaba tan pero tan fresca que se podía oler a kilómetros de distancia.
- Pero es la canción de moda... -arguyó Marc.
- Por eso mismo, cambia ya esa mierda.
Marc esperó a que terminara la canción. En realidad, todo hacía que me acordara de Charlotte. No podía esperar a fumar un poco y olvidarme para siempre de ella (como si la hierba fuera una especie de vino del olvido) saqué el papel de fumar e intenté armarlo. Fue inútil. Rompí el papel y el troncho se arruinó. Recordé una vez más el video de Calamaro de “Flaca” y aguanté las ganas de pararme y empezar a dar de tumbos por toda la habitación. Charlotte me había arruinado la vida: por su culpa me había rehusado a ingresar a la Universidad, y por su culpa estaba armando un wiro durante el verano, y por su culpa escribía una novela ambientada en los años sesentas...
Calamaro filmaba la ciudad de Buenos Aires desde su limosina. Leía un libro, fumaba cigarrillos, bebía mate. Yo acabé de armar el wiro. Marc, que todavía llevaba aquel bividí, su ropa de baño y sandalias, se acercó.
- ¿Y tus viejos?
- Ellos no se darán cuenta. Ni siquiera suben para saber cómo estoy.
- ¿Estás seguro?
- Dalo por hecho.
Prendí el canuto y en seguida prendí el incienso.
Andrés Calamaro llega a una bahía desolada y arroja una caja envuelta en papel de regalo.
- Sigues pensando en Charlotte, ¿verdad?
Succioné una vez más ese varulo. Moví mi cabeza de arriba a abajo. La canción terminó.
- Vamos, Marcel.
Le pasé el troncho. Me puse de pié. Marc dio un par de pitadas y me lo extendió de nuevo. Bob Dylan sonreía de manera distinta. Puse el disco Highway Revisited y localicé la canción “Queen Jane aproximately”.
- Vamos, Marcel, no todo es Bob Dylan en este mundo...
Sonreí a la fuerza, hice una mueca.
- Es cierto. También hay mucha cachimba y tecnocumbia.
Me dejé caer en el sillón rojo ubicado en medio de mi sala. Marc se rió. Me preguntó:
- ¿Te sientes bien?
Moví mi cabeza diciendo: no, no, no...
- Vamos Marcel, ya olvídala.
Seguí moviendo mi cabeza: no, no, no...
XIII. Melisa lo intentará explicar todo
Salgo con Michael. Nos divertimos mucho conversando, compartiendo ideas y todo eso. Viste una chompa roja con la que se le ve lindo y muy bien peinado. Me pregunto si me estoy perdiendo de algo que sucede a mi edad. No lo creo. Otra vez en mi casa Michael se sienta en la mesa a conversar con mis padres un rato y luego ellos se marchan.
Michael y yo nos besamos. Llevo una falda discretamente larga, algo negra. Michael besa de una manera extraña. No sé si soy yo la que está distraída o si Michael de verdad besa muy mal. Me pregunto a cuánta gente he besado y no puedo jactarme de haber besado a muchos chicos. Sin cuestionarme más por nada me quedo callada. Michael es incapaz de tocarme un poco el trasero.
Intentaré explicarlo todo. Soy buena para eso. Michael es el prototipo del chico que he esperado siempre. Es dos años mayor que yo. Va a ser abogado. No es aburrido al momento de hablar. Es interesante y romántico. El mejor amigo de Michael es un chico igual de rubio que Michael, de contextura gruesa, siempre viste pantalones finos y camisas holgadas. Él y su amiga, una chica de pelo negro y anteojos de montura gruesa, son iguales a Michael, algo serios, un poco mayores que Michael, infinitamente mayores que yo. Salen a jugar frontón. Van a lugares donde la cerveza cuesta más de ocho soles la botella pequeña, y se dedican a conversar. La chica, que creo que se llama Paola o algo por el estilo, es lesbiana. Dice que va a lugares como La Santa Sede a bailar con chicas. Juanfra, el amigo de Michael, no es gay. Estudió en la Agraria un par de años hasta que se cansó de eso y terminó animándose a estudiar derecho. A diferencia de Michael, ambos están algo interesados en la literatura y todo ese rollo, y frecuentan un taller con un profesor de apellido judío, no recuerdo en dónde.
Voy con mamá al médico. Estoy algo fastidiada con todo así que no hablamos mucho dentro del carro. Ella me dice que no tengo que preocuparme por nada y estaciona el carro a cuadra y media de la clínica. No me gusta el ambiente, ni me gusta el lugar donde mamá tiene que hacer cola y pagar. No me gusta la sala de espera.
Cuando es mi turno y me llaman, mamá entra conmigo a la habitación.
El médico tiene barba y una mirada que no dice nada. Usa anteojos gruesos y está muy despeinado. Su cabello se ve blanco y suave como la seda. Mamá dice:
- El motivo por el que venimos es que Melisa ya está en edad de controlar su periodo...
- ...entiendo.
No veo por qué tenemos que discutir esto aquí. Me siento incómoda. Ya tengo dieciséis años...
- Melisa Gambini -balbucea el doctor- Melisa Gambini -repite...- es primera vez que vienes a un ginecólogo, ¿verdad?
Demuestro cierto fastidio ante esa palabra.
- Muy bien, sígueme.
Cuando estoy de pié me pongo en guardia. Sabía lo que iba a pasar. Procuré traer algo cómodo. Caminamos hasta que nos ocultamos detrás de una especie de cortina que divide la habitación en dos. Había una especie de cama extraña que no comprendí. Me sentía nerviosa.
- Quítate la ropa, por favor.
Lo miré asustado.
- Me avisas en cuanto estés lista...
No entendía.
Me dejó sola. Escuché que hablaba intensamente con mamá. Escuché que decía:
- Sé que es normal que se atrase de vez en cuándo, pero es necesario controlarlo todo, siempre...
Empecé a desvestirme. Me deshice de mi polo, mi sostén negro. Me quité el pantalón buzo que tenía puesto y mi calzón, aburrido, muy blanco. De pronto sentí frío.
En un par de minutos el médico atravesó la cortina de tela azul y pretendió no mirarme en lo absoluto. Mamá aguardaba callada. Me revisó los seños. Los palpó un poco. Yo juntaba mucho las piernas. Me parecía muy innecesario. Me sentía muy mal. Mi entrepierna estaba llena de pelos (en un acto quizá de extrema coquetería me había depilado un poco la parte superior, produciéndome más que nada escozor e incomodidad). El médico dijo algo así como que todo estaba en orden. No me pidió que me sentara en la silla, ni nada. No me revisó la vagina. Me pidió que me vistiera.
Cuando salgo de allí el médico le dice a mamá:
- Tiene que tomar las siguientes pastillas. Van a hacer que le dé su periodo en un máximo de dos días.
Aguarda un minuto, parece despistado cuando mamá le hace un montón de preguntas. En seguida se acomoda en su silla y dice:
- ¿Cuánto es que me dijo que tenía de retraso...?
Mamá parece desanimada.
- Seis meses.
El médico parece sorprendido. Entonces continúa.
- El caso es que si con las pastillas no le viene la menstruación a Melisa yo les recomendaría un inyectable... -El médico hace un ademán de ponerse de pié- Después, recomendaría las siguientes pastillas para que no se repita...
Le extiende un papel a mamá.
- Pero estas son pastillas anticonceptivas.
El médico sacude la cabeza de arriba a abajo. Mamá dice que de ninguna manera va a permitir que yo tome pastillas anticonceptivas. El médico (que parece fuertemente desanimado) dice:
- Ningún problema...
Toma asiento y repite la faena, le extiende otro papel a mamá.
- No son anticonceptivas.
Antes de salir de allí me doy conque no he dicho ni una palabra, he estado desnuda y se ha hablado de mi vagina abiertamente.
Le pregunto a mamá que por qué no dejó en paz al médico y aceptó comprar las pastillas anticonceptivas.
- No estás en edad de tomar pastillas anticonceptivas.
Protesto. Le digo que pareció una loca diciendo todas esas cosas en el consultorio. Mamá no parece sorprendida con esto, de su mano cuelga una bolsita con las pastillas que me recetó el médico. Estoy muy irritada, y no soporto la idea de que el viejo se masturbe esta noche pensando en mí. Mamá explica, mientras caminamos al carro, que las pastillas anticonceptivas son hormonas (y por alguna razón esa palabra no me gusta) y que son una verdadera molestia: te cambian el humor, te ponen tensa, produce hipersensibilidad a la altura de los senos, pero te mejora el pelo.
Llegamos al carro. Mamá parece ignorar por completo mi mal humor.
Pienso en llamar a Michael. Pero no le pienso contar nada de esto y tampoco le pienso contar nada a papá. Me parece extraño. De alguna manera, papá y Michael se parecen. Y esta idea produce en mí una sensación de inconformidad hacia todo. Mamá prende la radio. Escucha noticias que a mí no me interesan. De repente noto en su cara una especie de sonrisa sincera que me parece desagradable. Y entonces se me viene a la cabeza una imagen agobiante: mamá y el médico son amantes, se besan a escondidas y se tocan. Tengo ganas de vomitar.
Mamá no me toma en serio. Piensa que soy una niña idiota. Pregunta qué tal me fue con Michael anoche, y yo le digo que estuvo horrible y que odio a Michael. Mamá no luce sorprendida. Se dedica a manejar y a mantener aquella estúpida sonrisa en la cara, mientras escucha las noticias por la radio y parece muy divertida con eso.
Cuando llegamos a casa me doy cuenta que es sábado y ha salido sol. Me ha venido la regla y no tengo toallas higiénicas en casa.
XIV. Droguerto B. Good
Iba buscando un lugar donde hospedarme. En su casa me ofrecieron un cuarto y a la noche siguiente ya estaba cenando con ellos. Era una familia en verdad agradable, simple y de buenas maneras. Nada fuera de lo normal.
Lucía en un principio no me llamó la atención en lo absoluto. Yo estaba harto de la Universidad, y cada vez que iba era pura mierda. Finalmente, cuando mi madre se largó a vivir a Santiago de Chile, una ola de adrenalina surcó mi cerebro un instante. Iba a ser la oportunidad que yo buscaba hacía años. Mi vocación por la música había desaparecido considerablemente. Por otro lado, era el año 1998 y había leído un par de libros como el de Ray Lóriga y “Cien años de soledad”, y todo ese rollo. Pero nunca me interesó la literatura hasta después de conocer a Lucía.
Había llegado a su casa en Los Álamos con un par de maletas pequeñas. Era la primera mudanza que hacía en mi vida y era la primera vez que iba a estar tan solo en el mundo. Finalmente los papás de Lucía me dieron a cambio de cien dólares mensuales comida, techo y abrigo.
Pero lo que nadie sabía era que yo era un hijo de puta que no respetaba nada, y después de en unos meses de encerrarme en mi habitación (nadie me tocaba la puerta a molestar) nadie excepto Lucía se dio cuenta de que yo fumaba marihuana abiertamente, escuchaba música pesaba, bebía mucho y me masturbaba frente a la ventana abierta.
Tristemente un día ella me habló.
- Oye tú.
- Me hablas a mí.
- Sí, ven.
Era extraño, Lucía estaba en pijama desparramada en el sillón de su sala viendo televisión. Era un martes por la mañana, creo, y supuestamente yo debería estar en la Universidad. Pero no había nadie en casa.
- ¿Te gustan los Tiny Toons?
Miré a la pantalla con desgano. Últimamente me bañaba seguido pero ese día, precisamente ese día, no me había bañado ni echado desodorante ni nada. Había desayunado con cautela una manzana, un poco de yogurt, y había fumado un wiro enorme en mi habitación.
De repente me entró pánico.
- Me parecen bien.
Lucía me miró atenta. Se veía muy bien con su pijama celeste y su media cola en el pelo. Su sonrisa no la desmerecía en lo absoluto. De repente me puse nervioso.
Lucía cogió el control remoto y lo agitó en frente mío.
- Yuju, Roberto...
- ¿Qué?
- Te pregunté si querías cambiar de canal -modificó el tono de su voz, era una pregunta retórica.
- Los Tiny Toons me van muy bien, en serio.
Mentira: me parecían dibujitos antipáticos y poco inteligentes. Era un programa muy aburrido y a Lucía parecía gustarle de sobremanera.
Entonces me pregunté cuántos años tendría Lucía, y cuánto tiempo había perdido escondiéndome de su mirada en la mesa. Escondiéndome de su habitación y de su vida. Si de todas maneras yo vivía con ella, tenía que, tenía...
- Roberto, ¿me dejas hacerte una pregunta?
- Ya lo estás haciendo.
Lucía terció una mueca, sonrió.
- Dale.
- ¿Por qué siempre te vistes todo de negro?
Miré mi ropa asustado. En qué momento Lucía se había fijado en mi ropa. En qué momento.
- No sé, Lucía. Nunca me lo había preguntado.
Ella sonrió mirando la pantalla y mordiendo el control remoto con las dos manos.
- A mí me han dicho que el color de la ropa dice mucho de las personas...
La bulla de la televisión hacía la escena algo extraña. Lucía me empezó a incomodar.
- ¿Y qué más has escuchado?
Por lo pronto, sabía que Lucía cursaba uno de los últimos años de secundaria. Ya no era una niña.
- Que los chicos que se visten de negro son cortantes...
Aguardé un segundo.
- Creo que tienen razón.
Lucía estornudó.
- Salud...
- Gracias -y en seguida- ese olor a marihuana de tu cuarto, sabes, me produce mucha alergia...
En seguida Lucía sonrió.
El programa de los Tiny Toons acabó. Lucía apagó el televisor y caminó hasta la cocina.
- ¿Qué pasó? Te pusiste pálido.
Fui tras ella y me puse en guardia.
Un tragaluz en la casa de la familia de Lucía hacía del ambiente de la cocina un lugar agradable. Caía todo el sol primaveral encima nuestro. Podía ver las ramas de algunos árboles que crecían hasta por encima del techo. Los Álamos es un lugar un tanto apartado.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Con qué?
- Con eso de la alergia.
Lucía sonrió. Sin duda alguna me dio la espalda y dejó que la mirara mientras hacía cosas y no decía una sola palabra. No había ningún tipo de comunicación entre nosotros dos. El short azul que traía puesto le sentaba muy bien.
- Oye, ¿crees que no sé diferenciar ese olorcito?
Lucía levantó la mayonesa y untó con un cuchillo su sándwich de jamón y queso.
- Claro.
Y en seguida lanzó una carcajada.
- Oye, ¿quieres probar un poco de esto? -ofreciéndome su sándwich, después de un rato.
- No. Gracias.
Y en seguida.
- Vamos, Roberto, no voy a decirle nada a nadie. Pierde cuidado.
Movilicé mi indignada presencia fuera de su alcance visual.
- ¿Seguro que no se te antoja nada de comer?
Una tarde lluviosa de 1999, se fue la luz en gran parte de la ciudad. No había nadie en casa y recuerdo que cuando llegaron ellos yo saqué a pasear el perro. La primera vez que me ofrecí a hacerlo, a la mamá de Lucía se le iluminaron los ojos. Lucía, en cambio, me miró con cierto aire desolador, como si le diera lo mismo o no, o algo por el estilo.
Por lo pronto, yo era un buen tipo que cambiaba una buena película del mismo corte de Día de la independencia con tal de escuchar un par de casetes clásicos de Leuzemia. Afuera, en la calle, todo estaba a oscuras, y en mi cabeza pulularon ideas como ¿qué clase de rico será? o ¿qué pasará de aquí al verano? o ¿cómo haré para lidiar con mi propia soledad?. Una fuerte brisa invernal recorrió Los Álamos de aquí a la luna. Opté por el camino más fácil y dejé que el perro corriera libre por ahí. Prendí un canuto. Decidí no volver a estudiar nunca más, y el ciclo que cursaba colgó por primera vez de un delgado hilo. Me senté en una banca y me dispuse a esperar. El pequeño perro de la familia de Lucía era una cosita blanca y pardusca. Corría por todos lados como un loco. Todo estaba a oscuras y había una cierta inestabilidad en el ambiente.
Cuando volví a casa las cosas seguían igual. Dejé que el perro se metiera en mi cuarto. Como era viernes por la noche y no había luz, los papás de Lucía estaban en la sala escuchando un pequeño radio a pilas y vaciando el hielo de la refrigeradora. La señora me habló de un problema técnico en el sur de la ciudad, en una central o algo por el estilo. Surco, la Molina, Jesús María, el Cercado de Lima, Lince, Barranco y gran parte de Chorrillos estaban a oscuras.
Me topé con Lucía en la cocina.
- ¿Cómo te va?
- Bien.
Silencio.
- Rebusqué en tu habitación.
- ¿Por qué hiciste eso?
- No sé, estaba aburrida. ¿Ya leíste El guardián entre el centeno?
- ¿Me vas a dejar pasar?
Lucía se interpuso en mi camino.
- No.
XV. Viernes a la noche
Viernes a la noche.
- ¿Sabías que los caracoles pueden dormir hasta cinco años seguidos?
- Qué conveniente...
Parecía que todos lo sabían: de la casa de Marcel, del segundo piso, salía un humor extraño y una música endemoniada.
- ¿Qué te parece?
- Un habano.
Fumamos sin parar. Contemplamos un cielo decadente, cubierto de ramas de árboles teñidas por la luz amarilla de los postes de luz por la noche. Continuamos fumando.
Diciembre del 2000.
- Falta una semana para que termine clases, huevón. Nunca más volveré a esa mierda.
- Gustavo... deberías estar emocionado.
Contemplé a Marcel en la oscuridad. Eché un vistazo por la ventana abierta. El guachimán de la esquina nos miraba desde su caseta, inmóvil. Serían casi las doce de la medianoche. Bebí un trago más de cerveza en lata que habíamos comprado en el supermercado. Seguía sonando El salmón por el viejo aparato de la sala.
- No estoy emocionado, huevón, me revienta mucho tener que soportar a todos los hijos de puta...
Marcel lanza una carcajada. Ambos estamos atontados por toda la yerba y el alcohol. De repente miré fijamente a Marcel e imaginé que lo abrazaba.
- Eh -balbuceó- ¿dónde está Marc?
Vi que se metía a su propia habitación. A escondidas me encogí hasta abrir una papelina llena de una droga llamada ketamina que había conseguido hacía poco con un sujeto llamado Juan Carlos, “el yonqui”, a quien Walter había conocido en un micro mientras leía “El almuerzo desnudo” sin interesarse por nada más en el mundo.
- Oye, qué haces.
Vi que Marcel se acercaba rápido. Inhalé un poco de aquella droga blanca en el borde de la ventana. El guachimán de la esquina nos seguía mirando, atento. Algunas de las ramas que colgaban por encima de la ventana del segundo piso de la casa de Marcel se estremecieron con el viento. Intenté besar a Marcel pero se hizo un lado diciendo algo así como “qué demonios” y en seguida se enderezó.
Miré una vez más al guachimán de la esquina, ahora estaba de pié junto a su caseta. Seguía mirando la escena. Inhalé una vez más esa cosa. Marcel hizo lo mismo. Ahora los dos estábamos más adormecidos que antes. La sensación que te deja la ketamina es nula. Marcel dice en susurros que en una canción de Andrés Calamaro: “Comida China”, de su disco Alta suciedad (1997), menciona esta droga. Y por alguna razón yo ya no le creo nada, y no hago otra cosa que no sea escuchar un tema pesado del disco número cinco de El salmón que sólo habla de “sexo, droga y rock´n roll”. Me parece que suena bien y empiezo a seguir el ritmo de la canción con la cabeza.
- ¿Qué es de Marc? -le pregunto.
Marcel se encoge de hombros. Toma la papelina y se mete un poco más de esa cosa por la nariz.
- Duerme, no sé qué le pasa a ese huevón...
Error: todos sabíamos lo que pasaban a Marc. Había amenazado a una cajera y luego le había dicho “puta” a una chica bonita que caminaba por el parque César Vallejo con una minifalda. Todos nos reímos. Incluso yo también le dije “puta” a esa chica. Pero todos sabíamos que el comportamiento de Marc era particularmente corrosivo.
Bebimos más cerveza. Me senté cerca de Marcel y lo intenté abrazar. Marcel se hizo a un lado. Prendí lo que quedaba de aquel wiro enorme. Nada tenía sentido. Noté un fuerte vacío en mi estómago. Noté ganas de llorar. Me adormecí. Bebí más.
Sábado a la madrugada.
Salimos y tambaleamos, caminamos de a pocos hacia ninguna parte. En mi casa mis padres me esperan pero no me importa nada. Son como la una de la madrugada del sábado (viernes a la noche) y es muy temprano para mis amigos y para mí. Estacionamos nuestras aletargadas cabezas debajo de las copas de los árboles que empalidecieron a la lucha. Un avión a lo alto despeja nuestros cerebros por un microsegundo. Otra vez pasamos desapercibidos y sostenemos las últimas latas de cerveza amarga que nos quedan. Cuando salimos de la casa de Marcel el guachimán nos miró atentamente.
Marc le propina unas cuantas palmadas a Marcel en su espalda y sugiere un inmediato cambio a nuestro estilo de vida. Lanzo un bramido de desaprobación.
Marcel se lo toma con más calma y le dice a Marc:
- De qué tipo de cambio hablas...
Marc, ahora tranquilo y relajado por la marihuana, dice:
- Ya sabes... dejar la Universidad, conseguir un trabajo, comprar un auto y tener muchas chicas...
Marcel parece reírse y yo prendo el pedazo que wiro que tenía escondido. Marcel parece muy interesado en fumar algo de lo que tengo entre mis dedos...
- Gustavo, deberías estar feliz... todavía estas en el colegio, todavía te falta mucho por vivir...
Marc miraba el cielo, apenas se percató de que yo fumaba gritó algo como.
- ¡Ya deja de fumar esa mierda!
- Tu problema, Marc -le dije, después de fumar- es que estás loco. Eres un demente. ¿Cuánto te darás cuenta de que no eres feliz, y que no serás feliz ni con un trabajo ni con un auto ni con muchas chicas...
Marcel callaba. Fumó hasta lo último que quedó de esa cosa. Un poste de luz proyectaba un fuerte espectro amarillo a toda la escena. En el centro del parque había un monumento de concreto y una especie de busto.
Nos mantuvimos callados ante la ambigüedad de nuestra situación.
Alguien preguntó por Walter. Rebuzné que no sabía nada de él. Dije que era probable que estuviera con Lucciana y tanto Marc como Marcel lanzaron maldiciones a la nada. Yo estaba demasiado dopado.
Busqué en mi bolsillo algo. Me encontraba sentado en la vereda del parque, que era como una especie de camino que no nos llevaba a ningún lado (que no fuera nuestra propia y malcriada existencia) y creo que estaba a los pies de Marcel y hacía algo con sus zapatos. Marc continuaba bebiendo cerveza. Por momentos lanzaba indescifrables miradas a la fachada de su casa.
Saqué un tajador de mi bolsillo, metí lo que quedaba que aquel pedacito de wiro y me puse otra vez a fumar.
- ¿Qué carajo haces? -preguntó alguien.
- Fumo marihuana de mi propio tajador -argumenté.
Me eché pálido sobre la vereda del parque. Me imaginé como un patético bulto en la oscuridad, cubierto por la luz amarilla de la noche. Mi cabeza fue a dar al pasto. De pronto Dedo y El Men y otro sujeto más estaban con nosotros, conversando. Yo imaginaba a todos mirándome tendido en medio del parque y fumando conmigo de mi propio tajador (el mismo que llevaba al colegio y me metía a la boca en clase) como una especie de comunión o ceremonia underground.
- ¿Qué es esto? -preguntó alguien animado.
- Es el tajador de Gustavo, fuma...
Finalmente Marc dijo que era demasiado para él. No le gustaba ni esa cosa verde que fumábamos ni nada. Dejó lo que le quedaba de cerveza y caminó hasta su casa, angustiado.
- ¿Qué? ¿Es un nuevo tipo de pipa?
- Es un tajador, huevón.
- No seas pastel...
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